Recuerdos de DINA



 Recuerdos de Dina

Dina llegó a nuestras vidas como un pequeño torbellino de pelo y alegría. Desde el primer día, sus ojos brillantes y su cola inquieta nos dejaron claro que no era una mascota cualquiera, sino un espíritu libre que elegiría amarnos a su manera.

Cuando Dina tenía dos años, como toda adolescente, le encantaba la calle. No podíamos dejar la puerta abierta porque se escapaba, y eso pasó un sábado del 2015 cuando visitábamos a los abuelos en Guarne, cuando nos percatamos que Dina no estaba, todos nos preocupamos mucho, pues era una mascota a quien muchos humanos podrían y querrían llevársela a casa como compañía. Ella parecía saberlo, pues todos en la calle se lo hacían saber con caricias y palabras dulces.

María José empezó a llorar y Liliana inmediatamente puso aviso en las redes sociales. Las tías, en tiempo récord, pegaron avisos por todo el vecindario procurando que Dina apareciera. Una hora después, una persona al ver el anuncio en Facebook se comunicó, e inmediatamente nos dirigimos al lugar para poder tenerla con nosotros. Una vez en los brazos de María José, la alegría de todos fue indescriptible y, por supuesto, esto nos enseñó que a la coqueta e inquieta de Dina debíamos vigilarla más.

Pero vigilarla nunca significó controlarla. Dina tenía su propio idioma de amor: a veces distante, siempre orgullosa, pero profundamente leal. Recuerdo cómo cada mañana esperaba pacientemente junto a la mesa del desayuno, no por las sobras, sino por ese momento en que todos estábamos juntos antes de dispersarnos para nuestras actividades diarias. Había algo extraordinario, Dina siempre esperaba comer cuando todos estábamos sentados a la mesa, si se

Nos llegaba a olvidar, ella no disimulaba y nos exigía servirle su cena. 

Dina era una atleta por excelencia. No entendíamos cómo una mascota tan pequeña pudiera correr tanto, solo había que pronunciar las palabras: “en sus marcas, listos, ¡ya!” y ella corría con una velocidad tan grande que pocas veces podíamos ganarle. Su pequeño cuerpo se transformaba en una flecha de puro movimiento, dejándonos maravillados con su agilidad y resistencia.

También le encantaba pasear. Cuando escuchaba la palabra “Vamos”, ella inmediatamente se alistaba en la puerta para emprender el viaje. En el carro tenía su lugar predilecto: le encantaba la ventana y sentir el viento sobre su hermoso pelaje, con sus ojos entrecerrados de placer y su nariz captando miles de historias invisibles para nosotros.

Viajar a la finca de El Peñol era uno de sus paseos favoritos. Allí ella era inmensamente feliz, corría por toda la finca, jugaba con todo lo que se encontraba. En el último año de su vida, Dina conoció a Zoe, el pastor belga que cuidaba la finca. Lo que comenzó como un encuentro cauteloso se transformó en una de las relaciones más fascinantes que presenciamos.

Al principio, Zoe —un imponente ejemplar que quintuplicaba a Dina en tamaño y fuerza— se acercaba curioso pero respetuoso. Dina, con esa dignidad que la caracterizaba, no se intimidó ni por un segundo. Con un sutil gruñido y una postura firme, estableció las reglas desde el primer día. Para nuestra sorpresa, Zoe reconoció inmediatamente su autoridad.

Con el paso de los días, los veíamos compartir espacios cada vez más cercanos. Durante los descansos en la terraza, ellos también  descansaban bajo la mesa, nunca demasiado cerca, pero siempre conscientes de la presencia del otro. Zoe parecía entender que Dina, a pesar de su edad, necesitaba mantener su independencia, y nunca la abrumaba con demostraciones excesivas de afecto.

En las tardes, cuando el calor disminuía, ambos emprendían paseos por los límites de la propiedad. Zoe, siempre alerta, caminaba algunos pasos detrás de Dina, como un guardaespaldas dedicado a proteger a una pequeña reina. Si Dina se detenía a olfatear algo, Zoe esperaba pacientemente. Si decidía cambiar de dirección, ella la seguía sin cuestionar.

Lo más conmovedor era ver cómo, a pesar de sus diferencias, se complementaban. Zoe, quien temía a las tormentas, encontraba en la presencia serena de Dina un ancla durante los días de truenos. Mientras el gran pastor belga temblaba con cada estruendo, Dina permanecía imperturbable, casi como si con su calma le dijera: “No pasa nada, son solo ruidos”. En esos momentos, Zoe se acercaba un poco más de lo habitual, buscando el consuelo silencioso que solo Dina podía ofrecerle.

Por supuesto, Dina nunca permitió que esta amistad comprometiera su estatus. Ella seguía siendo el alfa indiscutible, y Zoe, a pesar de su imponente presencia, respetaba la figura y los años de Dina. Era asombroso ver cómo ese enorme perro seguía las reglas impuestas por nuestra pequeña pero imponente compañera, como si reconociera en ella una sabiduría que sólo los años pueden otorgar.

En las tardes de verano, Dina encontraba ese rayo de sol perfecto que entraba por la ventana de la sala y se acostaba allí, extendiendo su cuerpo para absorber todo el calor posible. Verla dormir tan plácidamente era como un recordatorio silencioso de que las cosas simples son las que traen verdadera felicidad.

En el último año, desarrolló un nuevo hábito que nos divertía enormemente. Desde nuestro cuarto piso, Dina acostumbraba salir al balcón y ladrar cuando sentía que algún perro jugaba o caminaba en el patio de la calle. Se paraba firme, con la cabeza en alto y el pecho inflado, como una vigilante orgullosa de su territorio. Aunque nunca podría bajar a confrontar a estos “intrusos”, ella cumplía diligentemente con su labor de anunciar su presencia y recordarles a todos que aquel también era su dominio. Los vecinos ya conocían esta rutina y a veces nos saludaban con una sonrisa, señalando a sus mascotas: “Parece que ya los descubrió Dina”.

Cuando alguien enfermaba en casa, Dina lo sabía. Abandonaba su habitual independencia y se convertía en guardiana incansable, acostándose junto a la cama del enfermo, como si sus latidos pudieran sanar cualquier dolencia. Durante la pandemia, cuando el encierro nos agobiaba, fue ella quien nos enseñó a encontrar alegría en los espacios pequeños, en las rutinas cotidianas.

El tiempo pasó demasiado rápido. De pronto, su andar se volvió más lento, su mirada más profunda. El pelo alrededor de su hocico comenzó a blanquear, pero su espíritu seguía siendo el de aquella joven escapista. Incluso en sus últimos días, cuando el dolor la aquejaba, encontraba fuerzas para acercarse a cada uno de nosotros y darnos ese último regalo: su presencia.

Ahora que Dina ya no está físicamente con nosotros, la casa parece más grande y más silenciosa. Ya no hay collar tintineando en la madrugada, ni patas haciendo eco en el pasillo. Pero en cada rincón donde le gustaba descansar, en cada juguete que aún conserva su olor, en cada foto donde su mirada parece decir más que mil palabras, Dina sigue viviendo.

Dicen que los perros viven menos que los humanos porque ellos nacen sabiendo amar incondicionalmente, mientras que nosotros tardamos toda una vida en aprender esa lección. Dina fue nuestra maestra más paciente, enseñándonos que el amor verdadero no necesita palabras, solo presencia y lealtad.

Si pudiera ladrar una última vez, quizás Dina nos diría: “No lloren por mi ausencia, celebren que pude mostrarles, en el breve tiempo que me fue concedido, que la vida es ahora, que el amor es simple y que, a veces, escaparse un poco del camino trazado es necesario para encontrar el verdadero hogar.”


omantoni1

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