El TESTIMONIO QUE TRANSFORMA
En un mundo sediento de autenticidad, donde las apariencias se desmoronan como castillos de arena ante la primera tormenta, surge una pregunta que atraviesa el corazón de nuestra fe: ¿Somos testimonio vivo de aquel que nos llamó a ser luz en las tinieblas?
La Iglesia no necesita más actores que representen papeles ensayados tras púlpitos dorados. No requiere de ornamentos que brillen mientras los corazones permanecen opacos, ni de ceremonias que resuenen huecas cuando falta el eco del amor verdadero. El mundo ya no se deja seducir por la pompa que oculta vacío, ni por sermones altivos que predican desde pedestales construidos sobre la soberbia.
Lo que el mundo clama, lo que el corazón humano busca desesperadamente, es encontrar en nosotros la misma ternura que Jesús mostró al tocar al leproso, la misma compasión que derramó sobre la mujer sorprendida en adulterio, la misma humildad que lo llevó a lavar los pies de quienes lo seguían. Necesita ver en nuestras manos las cicatrices del servicio, en nuestros ojos la misericordia que no juzga, en nuestros labios las palabras que sanan en lugar de herir.
Porque el Evangelio no se predica solamente con palabras que vuelan y se olvidan, sino con vidas que permanecen como cartas abiertas, legibles para todo aquel que busca la verdad. Cada gesto de bondad es una parábola viviente, cada acto de perdón es un milagro que se repite, cada momento de servicio humilde es una eucaristía que alimenta al mundo hambriento de esperanza.
Hemos conocido demasiadas máscaras doradas que esconden intenciones maquiavélicas, demasiados sepulcros blanqueados que cautivan la vista pero repelen el alma. Pero también hemos sido testigos de la belleza transformadora de quienes, sin fanfarrias ni títulos, han sabido ser puentes entre el cielo y la tierra, entre la promesa divina y la necesidad humana.
El testimonio creíble no se construye en los salones de mármol, sino en las cocinas donde se prepara el pan para el hambriento. No resuena en los coros angelicales, sino en el susurro consolador que acompaña al que sufre. No se viste de púrpura, sino que se arremanga para limpiar las heridas del mundo.
Ser testigo es más que ser maestro, aunque ambos caminos se entrelacen en la misión del discípulo. El maestro enseña lo que sabe; el testigo comparte lo que ha vivido. El maestro habla desde el conocimiento; el testigo habla desde las cicatrices y las alegrías que Dios ha bordado en su historia personal.
Que nuestras iglesias se llenen no del eco de nuestras propias voces, sino del perfume de nuestras obras. Que nuestros templos sean reconocidos no por la altura de sus torres, sino por la profundidad de nuestro amor. Que nuestros credos se escriban no solo en pergaminos antiguos, sino en la tinta fresca de nuestro testimonio diario.
El mundo ya no necesita más predicadores de balcón que señalen el camino sin caminarlo. Necesita peregrinos que, con pies polvorientos y corazones ardientes, demuestren que el Reino de Dios no es una utopía lejana, sino una realidad tangible que se construye cada día con pequeños actos de amor incondicional.
Porque al final, cuando se apaguen los últimos ecos de nuestros más elocuentes sermones, cuando se desvanezcan las memorias de nuestras ceremonias más solemnes, lo único que permanecerá será el testimonio silencioso pero elocuente de una vida que supo ser, antes que decir.
Más creíbles que creyentes.
Omar Antonio Bedoya G
@omantini1
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