La Huella Eterna de Dina El primer amanecer sin ella llegó con una crueldad silenciosa. Siete horas después de que Dina partiera a ese lugar donde los perros corren libres para siempre, me encontré caminando solo por primera vez en años. Las calles parecían las mismas, pero todo había cambiado. La ruta que tantas veces recorrimos juntos se extendía ante mí como un lienzo vacío. Mis pasos, ahora sin el ritmo que ella marcaba, sonaban huecos sobre el pavimento. Caminaba con la cabeza gacha y los ojos nublados por lágrimas que se negaban a cesar, deteniéndome instintivamente en cada punto que ella, la pequeña gran alfa, había marcado como territorio exclusivo en nuestras innumerables aventuras matutinas. Antes, cuando paseábamos sin prisa —porque era Dina quien dictaba el tiempo y el espacio de nuestro mundo compartido— los transeúntes se detenían, hipnotizados por su belleza. Deportistas, trabajadores de la salud, caminantes ocasionales... todos se inclinaban ante ella, rendidos a su enc...
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