Colombia necesita una paz: desarmada y desarmante

 



“Colombia necesita una paz desarmada y desarmante.” Estas palabras, pronunciadas por el Santo Padre León al inicio de su pontificado, resuenan hoy con una urgencia que trasciende lo espiritual para convertirse en un clamor nacional. En momentos tan cruciales como los que vive nuestra patria, estas palabras deben hacer eco no solo en la mente y el corazón de cada ciudadano, sino especialmente en la conciencia de quienes tienen la responsabilidad de liderar este país hacia un futuro digno.


Colombia atraviesa una de las etapas más turbulentas de su historia reciente. La polarización social ha alcanzado niveles alarmantes, alimentada por un discurso político que, lejos de unir, divide; que en lugar de construir puentes, levanta muros; que prefiere señalar enemigos antes que identificar soluciones. Esta retórica del odio y la separación de clases no solo es peligrosa, sino profundamente irresponsable en un país que ha sangrado durante décadas por la violencia.


El panorama actual es desalentador. Los atentados contra la vida humana se han normalizado de manera preocupante. Los actos terroristas, sin importar su origen o justificación, han vuelto a sembrar el miedo en territorios que creíamos pacificados. La corrupción, ese cáncer que carcome las instituciones, se multiplica en casos que evidencian la podredumbre de un sistema que parece haber perdido el norte moral. Y como si fuera poco, el sicariato digital ha emergido como una nueva forma de violencia, destruyendo reputaciones y vidas a través de las redes sociales con la misma frialdad con que antes se empuñaban las armas.


Esta realidad no puede perpetuarse. Colombia merece más, Colombia necesita más. Necesitamos una paz que no sea simplemente la ausencia de guerra, sino la presencia de justicia, equidad y oportunidades reales para todos. Una paz que desarme no solo los fusiles, sino también los corazones llenos de rencor y las mentes cegadas por el fanatismo político.


La verdadera paz es desarmante porque obliga a quienes han hecho de la confrontación su modus operandi a buscar nuevos caminos. Es incómoda para aquellos que han construido su poder político sobre la base del conflicto permanente, del “nosotros contra ellos”. La paz auténtica exige valentía para reconocer errores, humildad para pedir perdón y sabiduría para construir consensos.


No podemos seguir siendo rehenes de líderes que ven en la división una oportunidad electoral. No podemos permitir que se utilice el dolor histórico de Colombia como combustible para alimentar nuevas confrontaciones. Es hora de decir basta a quienes prefieren gobernar sobre las cenizas de un país fragmentado antes que sobre las bases sólidas de una nación unida.


El camino hacia la paz verdadera exige cambios profundos. Necesitamos un liderazgo que predique con el ejemplo, que entienda que gobernar es servir, no dominar. Requerimos instituciones fuertes que actúen con transparencia y justicia, sin sesgos ideológicos ni favoritismos. Es fundamental recuperar el respeto por la vida humana, por la dignidad de cada colombiano, independientemente de su condición social, política o económica.


La seguridad no puede seguir siendo un privilegio de unos pocos. Cada colombiano merece caminar tranquilo por las calles de su barrio, trabajar sin temor a la extorsión, emprender sin el miedo al secuestro, y expresar sus ideas sin el riesgo de ser silenciado por la violencia física o digital. Esta no es una utopía; es un derecho fundamental que el Estado tiene la obligación de garantizar.


La reconciliación nacional no llegará por decreto ni por imposición. Será el resultado de un esfuerzo colectivo, genuino y sostenido en el tiempo. Requiere que todos, sin excepción, hagamos un examen de conciencia y asumamos nuestra responsabilidad en la construcción de un país mejor. Los políticos deben abandonar la retórica incendiaria; los medios de comunicación, promover el debate constructivo; los ciudadanos, ejercer su derecho al voto con responsabilidad y criterio.


Colombia tiene todo para ser grande: recursos naturales abundantes, una geografía privilegiada, una diversidad cultural extraordinaria y, sobre todo, un pueblo trabajador y resiliente que ha demostrado su capacidad para sobreponerse a las adversidades más duras. Lo que nos falta es voluntad política genuina para construir esa paz desarmada y desarmante que tanto necesitamos.


Que Dios ilumine el camino de quienes tienen en sus manos el destino de esta nación. Que la Providencia nos conceda la sabiduría para entender que solo unidos podremos construir el país que nuestros hijos merecen. Porque al final del día, más allá de banderas políticas y diferencias ideológicas, todos compartimos la misma patria y el mismo sueño: una Colombia en paz, próspera y justa.


En Colombia, la paz no es negociable; es una deuda histórica que tenemos con las futuras generaciones.


Omar A. Bedoya G

X: @omantoni1 

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