El Escándalo de Carlos Ramón González: La Fuga que Desnuda un Sistema

 



El país vive uno de sus episodios más bochornosos en materia de corrupción gubernamental con el caso de Carlos Ramón González, quien hoy disfruta de una cómoda residencia en Nicaragua mientras la justicia colombiana lo busca por el saqueo millonario a la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD). Lo que comenzó como un escándalo de malversación de fondos públicos se ha transformado en una radiografía descarnada de cómo opera la impunidad cuando se tiene el respaldo de los círculos del poder.


La cronología de los hechos resulta tan conveniente que roza lo cinematográfico. Justo el día en que González era formalmente imputado por la Fiscalía por el desfalco multimillonario, el encargado de negocios de Nicaragua le otorgaba cómodamente su residencia en territorio sandinista. Esta sincronización perfecta no es casualidad; es la demostración palpable de una red de complicidades que trasciende las fronteras nacionales y evidencia conexiones internacionales que merecen ser investigadas a fondo.


El presidente Petro, con su característica habilidad para la negación de lo evidente, pretende desligarse de quien fue su hombre de confianza en el Departamento Administrativo de la Presidencia. Esta maniobra de distanciamiento tardío resulta no solo inverosímil sino insultante para la inteligencia ciudadana. González no era un funcionario cualquiera perdido en el laberinto burocrático; era parte del círculo íntimo, un operador clave en la estructura de poder petrista.


La complicidad del encargado de negocios nicaragüense no puede ser vista como un acto diplomático rutinario. Su intervención oportuna para facilitar el refugio de González constituye una interferencia directa en los procesos judiciales colombianos y una burla descarada a la soberanía nacional. Que el gobierno colombiano haya solicitado formalmente esta gestión, como afirma Nicaragua, añade una dimensión aún más preocupante al escándalo: la posibilidad de que desde las altas esferas gubernamentales se haya facilitado la fuga del imputado.


La Fiscalía General de la Nación, institución que debería ser el bastión incorruptible de la justicia, exhibe una preocupante selectividad en sus investigaciones. Mientras persigue con ahínco a opositores políticos y empresarios, muestra una inexplicable benevolencia cuando los señalados pertenecen al círculo gubernamental. Esta justicia de doble rasero no solo socava la credibilidad institucional sino que convierte al sistema judicial en un instrumento político más.


El “gobierno del cambio” prometió una nueva era de transparencia y lucha contra la corrupción, pero los hechos revelan una realidad diametralmente opuesta. Los escándalos se suceden con una frecuencia alarmante, desde la UNGRD hasta múltiples casos de nepotismo, pasando por contratos irregulares y el uso político de las instituciones. La retórica del cambio se ha convertido en una cortina de humo para encubrir prácticas que superan en descaro a gobiernos anteriores.


La polarización extrema que caracteriza este mandato ha creado un ambiente tóxico donde la crítica legítima es criminalizada y la oposición es tratada como enemiga de la patria. Este clima de intolerancia no es casual; es una estrategia deliberada para desviar la atención de los escándalos de corrupción y mantener cohesionada una base electoral que prefiere cerrar los ojos ante la evidencia.


El caso González representa algo más profundo que un simple acto de corrupción: es la manifestación de un poder que se cree por encima de la ley, que utiliza las instituciones para proteger a los suyos y perseguir a sus adversarios. Es la confirmación de que ciertos sectores políticos consideran al Estado como botín personal y a la justicia como instrumento de venganza.


En el gobierno que prometió acabar con la corrupción, los ladrones no van a la cárcel: se van de vacaciones al extranjero con pasaporte diplomático.


Omar A. Bedoya G

@omantoni1

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